Quienes me conozcan, bien aventurados sean, sabrán sobre mi pequeña afición, aun y cuando es de dudosa calidad y cantidad: Escribir. Me fascina inspeccionar mundos como los del murciélago y moldear un cuento al alrededor de este personaje y sus acompañantes. Me intriga el concepto de un buen diálogo, pese a su alta dificultad. De vez en cuando, mis propuestas carecen de interés. En otras ocasiones, doy con algún concepto interesante. Esto es como con las pajas, practicando se hace al maestro. Y no lo hago en secreto: De vez en cuando comparto mis procesos con amigos. A veces también lo he hecho con vosotros, de un modo u otro, ya antaño. Ergo, cuando tengo la oportunidad de “educar” a un público, ¿Por dónde empezar? ¿Cómo escribir “algo”?
Los métodos de cada uno pueden ser variados, variopintos,
técnicos, teóricos, etc. Cada creador de contenido relata una aventura a su
manera, y nadie debería sentir vergüenza por querer copiar los pasos de su artista
favorito. Al contrario. Todos hemos sido bebés alguna vez. Sacos de carne y
hueso adorados y pellizcados por nuestros seres queridos, pero incapaces de caminar,
comer un costillar, o sumar y restar. Es ahí cuando nuestros progenitores,
queridos u odiados por algunos, nos enseñan todo eso. Cómo masticar eso, cómo beber
aquello, qué tocar, qué evitar. Hubo una época en la que sentía algo de
vergüenza, una donde no podía comprender que ciertas ideas o personajes fuesen
del agrado público, aún y cuando eran obvias imitaciones. Quienes consumían aquel
contenido no le prestaban importancia, por algún motivo que aún desconozco.
Quizás, si el espectador está satisfecho subjetiva y objetivamente, es capaz de
perdonar esta clase de pecados.
Es un sinónimo de potencial, pequeño o grande. Cuando una
persona es capaz de cautivar a otra y mantener su atención, es que tiene algo
ahí dentro, entre sus entrañas, pulmones y corazón. Ese talento puede ignorarse
o desarrollarse con el paso del tiempo, con ayuda de la vieja confiable:
Práctica. Y es que no hay ninguna fórmula secreta o una receta milenaria.
¿Quieres dibujar? Practica. ¿Quieres actuar? Practica. ¿Quieres escribir?
Practica. No importa si tus productos preliminares son una absoluta porquería
no comestible. Como ya decía un amigo mío en su momento, al único espectador
que debes conquistar es a ti mismo. Si crees que Batman debe usar una pistola y
matar al Joker, créelo y escríbelo. Medida pase el tiempo, descubrirás que tal
vez estabas equivocado ante aquella decisión, que tal vez no deberías haberlo
hecho, porque es un insulto contra el personaje y su espíritu. Tal vez, con la
práctica, diste con una fórmula para ejecutar esa premisa de un modo que nadie
más ha visto aún: Algo bueno. ¿Entiendes?
Sin embargo, pese a todo este palabrerío, la pregunta
persiste: ¿Cómo escribir algo? Yo miro imágenes. Escucho música. “Baker Street”.
Canadá. Veo la típica carretera rupestre con Camiones de larga longitud. Ciervos
y Osos salvajes al acecho. Uno de ellos cruza la resbaladiza y encorvada carretera.
Un conductor derrapa. Ni sus expertas manos son capaces de dominar el interior
de aquella bestia automovilística. Cae. Vuela. Es el fin. ¿O no lo es? ¿Y si
alguien está allí para salvarlo? ¿Y si está soñando? ¿Y si se ha vuelto loco?
Vuela. Cae. Vuelve a estar en la carretera. No está solo. Una jovencita le
dedica un saludo. Jovial como un ciervo. Arropada como un oso. Toman una
cerveza. ¿Cómo es posible que una chica de esa edad haya hecho eso? Se ve normal.
Sus ojos son diferentes. Fríos como el invierno, pero coloridos como aquel paisaje.
No podía describirlo. ¿O sí podía? ¿Canadá? No. Ella llevaba un símbolo. Había
oído hablar de él. Significaba esperanza.
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